Un verano en soledad

Un verano en soledad

En los valles de montaña el verano no es como en las ciudades. Bajo la sierra, el estío es más templado, muy alegre y agitado. En el valle de Zúñiga a unos les parece que dura poco por ansiado, y a otros mucho por laborioso. Todos lo viven diferente.

El panadero se pregunta qué ocurre con la familia del Canuto. Parecen aumentar cada estación veraniega. Todos con la misma cara achatada, donde, ojos, nariz y boca se pelean por buscar un hueco. Siempre vence la nariz. Los Goñi, al mirar las ensaladas, se acuerdan de los pucheros durante el invierno. Cada veintiuno de junio aparecen más gordos y en sus sopapos los capilares parecen a punto de estallar al sentir el más mínimo rubor. Los Olaizola cada verano se parece más a los mulos con los que trabajan la tierra, por brutos y porque siguen sin importarles a nadie. Y los Zabala. Delgados como palos, largos como chopos y vivaces como vencejos reciben cada verano con gran expectación, nunca saben lo que puede ocurrir.

La primera casa del pueblo a la izquierda parece una colmena de abejas en plena actividad. Nueve hermanos sin domesticar corren de fuera a dentro de la casa. Concha, la madre, tuerta y encorvada de tanto forzar el ojo para recoser pantalones en trapos y cortinas en faldas, suspira sin saber a cuál de ellos abroncar primero. El padre va en busca de la sierra.

Iñaki Zabala, aguacil del pueblo, guarda forestal del valle, leñador, buscador de setas y trufas, apicultor y sin quererlo comidilla en tertulias. Lacónico, noble, solitario y como decía su vecina Espe, demasiado sensible.

– ¿Pero cómo puede ser malo tener sensibilidad?- Le discutía su marido Antonio.

– Pues sí -mantenía ella, con la convicción que da hacer aseveraciones discutibles sin dejar de tricotar- y si no fíjate en él. Ese hombre escapa todos los días a las montañas porque no le caben en el corazón las emociones que corren por el valle.

Y así era.

Iñaki, el Zabala, en su papel de leñador se encontraba a principios de verano haciendo la suerte. La piel dura, oscurecida y agrietada por la intemperie, la cabeza copada por una frondosa mata de pelos y su esbelta y nudosa figura le hacían confundirse con un árbol joven. La labor se presentaba aburrida. Bajar unos estéreos de un terraplén al camino. Entonces, por esas acciones que uno hace por el simple hecho de que puede, Iñaki se fabricó una escalera con los restos de la entresaca y una cuerda de lana. Si le sirve para ajustarse los pantalones a su cóncava cintura, también le servirá para esto. Le hubiera sido más fácil rodear el terraplén, pero era sencillo y sobre todo demasiado rápido, para su escasa prisa en regresar a casa. Ató un cabo de la madeja de lana  a un leño de encina. Lo tiró con parábola para que cayese con la lana enroscada al árbol elegido. Siguió recogiendo los palos más parecidos que encontró. Los apiló y empezó con su labor artesanal. Envolvía un extremo de su inventado peldaño con un lateral de la cuerda y luego el otro. Con mucha paciencia, demasiada, sin dejar de levantar la cabeza para observar el viaje del sol por el horizonte y de girar el cuello para calcular una nueva posición de la chicharra. Recreándose en ese goce tan especial que da la autosuficiencia en soledad completó los seis primeros escalones. No parecían suficientes para alcanzar la cima del terraplén. Ahora el juego se ponía divertido. Cinco troncos recogidos bajo un brazo, el otro no sabía ni como agarrarlo, y empezó a trepar por el invento. Dos, tres, cuatro peldaños, se sonrío hacia la pechera orgullos de su pericia, parece que la escalera aguanta. Entonces se disponía a colocar el sexto peldaño y… todo al carajo ¡Cómo vas a atar el tronco, la cuerda está tensa borrico! Se recriminó. Un ligero impulso improvisado e inapropiado para suavizar la tensión de la cuerda había hecho que Iñaki se quedase colgado a tres metros de altura. Ni para arriba, ni para abajo. Iñaki a ver si ahora te ayuda tu soledad, suspiro sobre un único leño mantenido por su peso buscando auxilio en el entorno.

Llegó a casa con el día tan cansado de esperarle que había dejado paso a la noche. Desde el todo terreno de Agustín, el cabrero, le recibió una inquisitoria mirada monocular desde la ventana. Bajó de coche. Erguido, sonriente, y con sus ojos pequeños y vidriosos saludo a su mujer. Hizo un gesto subiendo los hombros, palmas al cielo, encogiendo el cuello y apretando el labio inferior y escapó grácil como un corzo a preparar la leñera donde mañana apilaría las encinas cortadas. No había hecho más que empezar el verano.